El Horror

Da igual qué conflicto fuera, la guerra es puta en todas partes. Un pelotón había formado un pequeño perímetro de seguridad, donde aguardaban instrucciones para el ataque. Había caido la noche y los mandos no daban señales de vida. El recluta dormilón no conseguira conciliar el sueño. Podía soportar explosiones, disparos, incluso gritos humanos, lo que no le dejaba dormir era la incertidumbre.

Escuchó algo que se arrastraba dentro del perímetro. El enemigo había conseguido infiltrarse. Se volvió léntamente y vio que a tres metros de él había una figura tapada por un manto de camuflaje. Era demasiado abultada, tal vez fueran dos hombres. Le estaban apuntando con un fusil, y pese a que sabían que estaban siendo vistos, no disparaban. El recluta dormilón permanecía tumbado completamente inmóvil. Percibía algo bajo aquel manto de camuflaje y tras aquel fusil que despertó su compasión. Percibía el miedo.

El recluta despistado, que se había percatado de la situación, se levantó siglosamente y se colocó justo encima de aquellos enemigos. Les apuntó con su fusil y apretó el gatillo, pero el arma se había encasquillado. Justo en ese momento sus compañeros empezaron a dispara a un convoy enemigo que se aproximaba con rapidez. Al no saber qué hacer con los enemigos que tenía debajo, el recluta despistado optó por pisotearles con todas sus fuerzas para neutralizarlos. No era un mal hombre, símplemente tenía miedo. Algún día, cuando descubriera lo que había hecho, intentaría quitarse la vida.

Pese a estar tumbado, una bala alcanzó al recluta durmiente. Éste, acostumbrado a ignorar el estruendo de los disparos y el silvido de las balas, pudo eschuar llantos de niños bajo el manto de camuflaje. Intentó gritarle a su compañero que dejara de pisotearlos con sus enormes botas, pero el recluta despistado no podía oirle. El llanto de los niños se apagó.

El convoy había alcanzado al pelotón, así que se replegaron. No vieron al recluta dormilón o no quisieron verlo, y se quedó allí tumbado, indefenso. Unos veinte hombres bajaron de los camiones e inspeccionaron la zona. Levantaron el manto de camuflaje y encontraron a dos chicos, no tendrían más de doce años. Uno de ellos tenía la espalda y varias costillas rotas, nunca volvería a andar si es que lograba sobrevivir aquella noche. El otro estaba muerto. Eran unos críos.

El recluta dormilón rompió a llorar. Él también estaba herido, pero no esperaba recibir atención sanitaria. Un coronel enemigo se inclinó hacia él y le habó en su idioma.

- Esos chicos llevaban un telegrama que iba dirigido a mí. Lo leyeron y decidieron intervenir. Querían ser héroes.
- ¡Dios! - el recluta dormilón no podía dejar de llorar al tiempo que vomitaba. Era algo que le superaba, un sentimiento de descenso absoluto. Bajó la cabeza.
- ¡Eh! Míralos. Míra lo que les habéis hecho.
- Iban tapados. No sabíamos que eran unos crios. Les oí gritar pero no pude impedir que...
- Les oiste gritar pero te quedaste ahí tumbado.
- Estoy herido.
- Pudiste disparar a tu compañero en una pierna. Les habrías evitado mucho más sufrimiento del que le hubieras provocado a él.

Sabía que aquel cabrón decía la verdad. Aunque estaba herido, había podido hacer muchas cosas para impedir un acto tan salvaje. El miedo y la desesperación le habían impedido pensar con claridad. El coronel enemigo dio la orden a uno de sus hombres. Éste apuntó al recluta dormilón con su fusil.

- Dios. ¿Cómo íbamos a saber que unos crios se habían metido en esta guerra? ¿Cómo íbamos a saberlo?